“El hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en Ti.” (San Agustín, Confesiones)
Todo ser humano, tarde o temprano, se plantea el por qué y el para qué de su existencia, se pregunta de dónde viene y a dónde va, quién es y lo que podría hacer de su vida. En esto se distingue de los animales. El animal vive de un día para otro: come, bebe, duerme, crece, corretea, se reproduce y muere.
Una vida así es buena y normal para un animal, pero no para una persona. Los filósofos de la Antigüedad llegaron a decir -tal vez de una manera algo ruda- que si una persona no se plantea las preguntas fundamentales de la vida y solamente vive de un día para otro (de una comida a la otra, de un telediario al otro), habrá "fracasado" en su existencia. En lo más profundo de su ser no habrá llegado a encontrarse a sí mismo; no se habrá "convertido en hombre". Dicho de manera tradicional: su existencia no habrá sido digna de ser la de un hombre.
El filósofo se admira. Descubre, en lo cotidiano y común, lo realmente extraordinario e insólito. Sabe entusiasmarse con una brizna o un diente de león, tal y como lo haría un poeta, un amante o un niño.
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